LA PISCINA Y LAS
CHICHARRAS
(Crónica del verano. José A.
Castillo. 2016)
Aquella mañana de
finales de julio el sol había salido potente y cegador por las sierras de
levante. Los altos riscos desdibujaban sus sombras entre neblinas y el valle
entero se impregnaba de la luz abrumadora del estío, con las inmensas arboledas
como mullidas alfombras verdiazuladas, las cumbres de Bermeja con algunos retazos
de nubes posadas entre los pinares, y las del Poyato blancas, purísimas en sus destellos
de piedra con el telón de fondo de un cielo azul, puro como el agua de una
alberca.
La noche anterior, la Plaza bullía en gentes,
vinos y raciones. Había en el ambiente como un deseo de recuperar el tiempo
perdido, de salir de casa en busca de la conversación que nos concede la paz
del vino, que es costumbre vieja y amable. Los tres bares del pueblo se
afanaban en servir, cada cual según su estilo, y ahora con la innovación que
nos traen Joaquín y su esposa. Y es que han sido años muy duros en los que el
noble pueblo español, ese que nunca grita ni sale a destrozar lo que es de
todos, ha soportado estoicamente la carestía, los recortes presupuestarios, el
paro, los desahucios, la desesperación de los hijos. ¿Estamos ya recuperándonos
a tenor de esa alegría que se atisba en las calles? Este cronista sabe poco de
macroeconomía, terrible palabra, pero se esperanza en esa cierta alegría que ve
en las buenas gentes, en los honorables padres y madres que salen a tomar el
aire de la noche con el suave pellizco de la cerveza frígida, en los jóvenes
que ahora comienzan a ver una pequeña luz en el túnel, aunque esa luz sea tan
sólo una pizca de lo que sería necesario. Eso si nuestros políticos no se
empeñan en destruir, por su ceguera e incapacidad, lo que a todas luces suena a
recuperación más o menos consolidada. ¡Qué decepción si fuésemos a unas
terceras elecciones! ¡Qué horrendo fracaso de nuestra democracia y qué
indignación entonces la de ese honrado pueblo de España, sufrido, paciente y
sabio!
Al eso del medio día,
mucha gente subió a la piscina. Las incansables cigarras, como los políticos
antes citados, hurgaban el aire de oro del estío con su impertinente y continua
cacharrería de sones, que convivían tozudamente con la brisa que se posaba entre
las ramas de los chaparros, castaños y encinas. Esas chicharras, que son como el termómetro de la arboleda: silentes en
invierno, charlatanas en el estío. Allí arriba, el viento amable barre
cualquier atisbo de calor, mientras al frente se recrece en encinar bajos los poderosos
riscos de la Dorsal. ¡Qué bellísima profundidad de campo! ¡Qué limpieza en los
perfiles aguerridos de las altas calizas! ¡Qué gozosas tonalidades del mundo
desperdigado por montes y hondonadas! En aquellas alturas, Salva y Begoña nos
ofrecen la calidad de sus carnes y sus vinos, mientras parte del pueblo, que
tal vez debería mirar más hacia lo suyo y no buscar fuera lo que en casa tiene
de sobra, se refrescaba en las aguas azules donde los niños chapoteaban bajo el
ahora tenue sol de la tarde y la sombra protectora de la montaña pura en
encinas, vuelos y brisas. Cuando bajó por fin la gran mariposa de la tarde con
sus élitros de sombra, todo quedó allí en calma, a la espera de la luna y su
trémulo despliegue de estrellas.